sábado, 22 de septiembre de 2007

INSOMNIO DEL FAUNO, por Norberto Luis Romero.


Nuestro tripulante emérito Norberto Luis Romero, autor de algunas de las novelas más inquietantes publicadas en España en los últimos años ( Signos de descomposición, La noche del Zepelín o Isla de sirenas, todas ellas en Valdemar), nos envía en exclusiva para Hank Over un turbador relato titulado Insomnio del fauno, ideal, por su atmósfera, para dar la bienvenida al otoño entrante... Pese a su extensión, os lo ofrecemos de un sólo bocado para vuestro disfrute... Bon apetit !!! v.

INSOMNIO DEL FAUNO
El eco de una sirena flotaba en el aire denso y caliente, aún estaba oscuro y la casa inmersa en el absoluto silencio dominical. Miré la esfera luminosa del reloj: era demasiado temprano, esa hora extraña en la que el mundo se debate indeciso entre existir o no, entre dejar entrar la luz del día e iluminar las conciencias, o bien darse la vuelta en la cama y permanecer en las tinieblas y en la ignorancia del sueño. Había sudado mucho por culpa del edredón, que mi mujer se empeña en mantener hasta bien entrada la primavera porque siempre tiene frío: no soporto el invierno, se queja, el frío se me mete en los huesos; sería feliz en una isla del trópico: todo el día al sol. Ella dormía profundamente, tan inmóvil que parecía no respirar, dándome la espalda, dando también la espalda al mundo que, al igual que ella, prefería el sueño a enfrentarse a sí mismo. Percibí un desasosiego en la entrepierna y palpé la dureza de una erección. Había estado soñando... casi siempre el mismo sueño con ligeras variaciones... en el sueño había estrellas, muñecas de plástico... tibias y escurridizas. Me quedé quieto, aferrando aquel objeto vivo. Me sentí el único ser humano que vigilaba la oscuridad en espera del alba, y temí ser también el único testigo de un mundo que hubiera decidido por fin no despertar nunca y permanecer oculto en la noche, amparado por esa ambigüedad que la luna propicia: la tenue frontera entre la realidad y el sueño.
Mi mujer seguía durmiendo. Me pegué a su cuerpo cálido, mi dureza a su espalda y la besé suavemente en la nuca, entre una maraña de cabellos olorosos a champú de manzanas. La abracé con fuerza y palpé sus pechos cálidos y escurridizos. Ella murmuró algo que no entendí y luego dijo, con un ronroneo subterráneo e inconsciente: Déjame...
Yo insistí, me deslicé un poco hacia abajo y me pegué a sus glúteos.
Déjame dormir, dijo ella. El tono era resuelto, esta vez desde la conciencia.
Otra vez ese sueño, le dije.
Llevé una mano hacia abajo y le separé las nalgas.
¡Quita!, e hizo un gesto de fastidio con la cabeza e, instintivamente, apretó los músculos de sus glúteos para impedirme el paso.
Ven aquí... insistí.
Déjame en paz. Y me dio un codazo en el vientre.
Me di la vuelta y de buena gana le cedí mi parte del edredón y de la sábana. Ella volvió a dormirse, o lo fingió, como sabe hacerlo. Permanecí boca arriba recibiendo el aire que circulaba con irritante ineficacia, soportando la erección que ni siquiera el ligero cambio de temperatura abatía. Oí a lo lejos otra vez una sirena, se fue acercando y debió de pasar frente a casa porque un leve tono azulado se reflejó en el techo oscuro: una ráfaga fugaz como la descarga de un relámpago cansino. Una ambulancia, quizá la policía. En este barrio a veces ocurren cosas raras: como la vez que nuestros vecinos de enfrente estuvieron a punto de matarse el uno al otro. Los gritos de ella eran exasperantes, de histérica, pero lo que más me irritó fue ver a su hijo pequeño en pijama y descalzo, llorando muerto de miedo, oculto detrás de un seto del jardín. Después desaparecieron del barrio.
Mi mujer se arrebujó como una gallina en el nido, se encogió como un ovillo de carne tentadora, ajena a la sirena, al destello azulado, al calor, a mis sueños, a mi erección, indiferente a todo.
Desnudo, me levanté y me planté frente a ella, que seguía con los ojos cerrados, demasiado apretados para estar dormida de verdad, como si pudiera engañarme. Tenía sed, la garganta reseca y la boca pastosa y decidí bajar a la cocina. Sentí la textura áspera de la alfombra de flores de la escalera bajo mis pies desnudos y el sudor dejó mis huellas entre las corolas amarillas. Volví a inquietarme ante esta especie de niebla o desmemoria que no me deja comprender qué es eso blando y escurridizo que aparece en el sueño, ni el porqué de las estrellas brillando a mis espaldas, como inmensos y vigilantes ojos sin párpados.
No di la luz; desde la calle entraba por la ventana de la cocina un resplandor enfermizo: la luminosidad débil y macilenta de las farolas. Llené un vaso y noté el agua demasiado templada, como un caldo. Me enjuagué la boca y escupí en el fregadero; mi mujer no quiere verme escupir porque le parece vulgar. Un día le pregunté si no se había dado cuenta de que se había enamorado de un hombre vulgar y había acabado casada con él porque ella tampoco tenía nada de especial. No me respondió, pero me miró de una forma en la que me fue fácil observar cierta conmiseración, aunque nunca supe si por ella o por mí.
Busqué en la nevera: quedaban pocas cervezas y todas de esa marca que no me gusta nada y que ella se empeña en comprar porque es unos centavos más barata y la anuncian en la tele. Me senté a la mesa ante la ventana: quedaban algunas estrellas en el cielo, como las del sueño, pero éstas de aspecto inofensivo, brillando con pereza. Aparentemente todo el vecindario dormía, salvo que en otras casas hubiera asimismo hombres insomnes como yo, acosados por sueños oscuros, por el calor, la sed y las espontáneas erecciones que sus mujeres despreciaban. Observé una a una las ventanas de las casas de enfrente: estaban a oscuras, todos daban la espalda al amanecer y a sus incómodas certezas. En el frutero, entre unas manzanas amarillas arrugadas, había un par de juguetes de Tamara: una tacita de plástico con flores, y una muñeca pequeña y sucia, con jirones de pelo amarillo desgreñado. Jugueteé con ella, me la llevé a la nariz: olía a manzanas, a viruta de lapiceros acumulada en el interior de un sacapuntas, a aula de colegio abarrotada de críos. Le levanté las diminutas faldas de tela: no llevaba braguitas; tampoco tenía sexo, ni siquiera una insinuación. A todos los muñecos los hacen iguales: lisos como los ángeles, lo mismo da que sean niños o niñas. Acerqué su boca menuda a mi pene y el pelo amarillento de plástico me produjo un cosquilleo que hizo brotar una gota transparente y densa que limpié en las falditas. En ese momento se extinguió la última estrella que agonizaba, la mirada sin párpado dejó de verme y de juzgarme.
Volví a dejar la muñeca sentada con las piernas rígidas abiertas a horcajadas sobre una manzana. Desde allí parecía mirarme con sus ojitos pintados de azul, y recriminarme en silencio que le hubiera humedecido las faldas. Cogí una manzana dispuesto a darle un bocado, pero un machucón pardo y ligeramente hundido, con una consistencia pulposa, me hizo desistir. Con este calor todo se pudre. En realidad, las manzanas no son nuestra fruta preferida, creo que mi mujer las compra sólo para adornar y acaba tirándolas al cabo de los días. Tira las manzanas pero ahorra en las cervezas...
El calor parecía hacerse cada vez más viscoso, y la empecinada erección amenazaba con estallar si no hacía algo para aplacarla. La veía allí, acechando bajo la mesa, sobresaliendo de la penumbra como un mástil, rozando con la punta amoratada el mantel a cuadros. Mi mano rodeó el cuerpo duro y carnoso, reconoció su pertenencia ardiente, su inquebrantable voluntad de continuar erecto, y lo aprisionó con fuerza como si quisiera estrangularlo y abatirlo... ¿pero, por qué abatirlo?, me dije.
Las farolas se apagaron de golpe todas a la vez produciendo un ligero pero audible chispazo, y la calle y las fachadas de las casas vecinas parecieron desvanecerse bajo la oscuridad persistente que se resistía al alba. Yo estaba prácticamente a oscuras: el piloto del teléfono inalámbrico difundía por toda la cocina una luz verdosa muy tenue, un verde que se fue intensificando e invadiéndolo todo a medida que mis ojos se habituaban a la penumbra. Todo mi cuerpo tenía un tinte verdoso y al ser muy velludo, me vi de pronto como un animal fantástico salido de un mito de la antigüedad. Ahí abajo, mi pene palpitante, poderoso, brotando del enjambre renegrido de pelos, también era fabuloso y mítico.
Decidí volver a la cama y al incorporarme sentí el roce del dobladillo del mantel como una descarga eléctrica en el glande. Tropecé con la mesa, que se tambaleó. La muñeca que coronaba la manzana se sacudió y cayó del frutero a la mesa, y de ésta al suelo donde quedó boca abajo. La rigidez de sus miembros era grotesca.
Subí las escaleras procurando hacer el menor ruido. En ese momento por fin pareció acabar la tortura de la noche pues amanecía, lo supe porque vi mi sombra proyectada en la pared. Volvió a asaltarme el mito: mi sombra era similar a la silueta del fauno que decoraba aquel jarrón de cerámica que habíamos traído de Miconos, de nuestra luna de miel, y que un día rompió Tamara. A mi mujer le había hecho mucha gracia el ánfora original exhibida en una vitrina del museo de Atenas, y a pesar de que el nuestro era una reproducción adquirida en un tenderete, a ella le parecía fina y auténtica y lamentó mucho su pérdida.
Si volvemos algún día a Grecia compraremos otra igual, ¿verdad? Y me había mirado con un gesto de íntimo desamparo mientras arrojaba los trozos, que yo había intentado recomponer en vano, al cubo de basura.
Este fauno me recuerda a ti, me había dicho aquella primera noche, volviendo sus ojos con picardía infantil hacia el ánfora que, con su etiqueta de origen falso al cuello, descansaba sobre la mesilla. Lo había dicho mientras se apretaba a mi cuerpo y reía satisfecha, plenamente desnuda entre mis brazos, con ese brillo indomable y sin pudor en los ojos, en aquella triste habitación de hotel que daba al mar y olía a salitre por las noches y a desperdicios fermentados por la mañana. Me había sorprendido que de verdad fuera su primera vez, no lo creí entonces, era tanto su ardor, tanta su entrega que todavía hoy me resisto a creerlo.
Yo había intentado pegar pacientemente los añicos, pero me fue imposible. Tamara, llorando, insistió en que no lo había hecho adrede, pero yo intuía que sí, porque el dibujo del fauno con el gesto malicioso y cargado de sensualidad la asustaba.
A veces es violenta, me dijo mi mujer por lo bajo; no me explico qué le pasa a esta criatura. Yo la defendí, a pesar de la mirada de furia que mi hija me lanzaba desde el rincón donde se había refugiado, y que sostuve con una sonrisa cómplice, porque me irrita verla llorar.
Ya en el rellano, al pasar frente a la habitación de Tamara me detuve ante la puerta abierta. Dormía plácidamente boca abajo, abrazada a su peluche, con el culito al aire, el pelo rubio derramado sobre la almohada. Mi mujer la abriga demasiado, incluso en pleno verano, está convencida de que todos tenemos frío, como si fuera una obligación; pero cuando está profundamente dormida Tamara arroja a un lado sábanas y mantas. Pensé que era como un ángel de piel sonrosada y palpitante que se había precipitado del cielo, porque en el techo del cuarto de la niña mi mujer pegó estrellas de plástico fosforescentes de tinte verdoso.
Mi sombra continuaba proyectándose erguida y gigantesca, ahora en la pared del fondo, a la cabecera de la camita de Tamara, eclipsando el empapelado con gatitos arrellanados en cestas de mimbre. A mi memoria acudió el olor a salitre y pescados podridos que arrastraba el mar en los amaneceres en Miconos.
Entré al baño. El espejo me devolvió una imagen inquietante: la silueta furtiva y oscura de un fauno, lejana, inmersa en el mar del azogue. Pensé en muchas cosas, pero en nada concreto, mientras orinaba copiosamente, aunque con dificultad por la implacable erección, con la vista puesta en la llaga parda de los azulejos. Aquella tarde yo lo había visto todo. Tamara no supo que yo estaba en el pasillo viéndola reflejada en el espejo de la sala: se había subido a una silla donde mantenía un equilibrio temerario, había cogido el ánfora del estante y la había tirado con furia al suelo. Después salió corriendo como una centella, subió las escaleras y se encerró en su habitación dando un portazo.
Los azulejos volvieron a recomponerse formando un plano uniforme y neutro. Mi sexo continuaba ardiendo, inmune a los recuerdos, indómito. Me sería difícil volver a conciliar el sueño. Me hubiera gustado dormir como mi mujer, sin enterarme de nada, aunque la casa se viniera abajo, como en ese preciso momento en que el camión de la basura hacía un escándalo infernal y apestaba el aire a rancio. Con este calor todo se pudre: las manzanas, los pescados en la playa.
Aún así, dispuesto a volver a la cama, al pasar ante el dormitorio de me hija me detuve nuevamente: tampoco se había movido -heredó de su madre esa capacidad para sumergirse en lo inconmovible del sueño-, no sólo abrazaba su peluche, reparé en que dormía rodeada de sus muñecas. Esas muñecas parecían mirarme, como si clavaran sus ojos amenazantes en mi erección. Un primer rayo de sol se coló en ese momento por una rendija y dio de lleno en el cabello de Tamara: vi un destello dorado, un chisporroteo luminoso que me produjo una repentina confusión, y noté cómo brotaba desde el interior de mi vientre una gota ardiente, callada, que se derramaba al suelo. Tamara despertó de repente, se volvió y abrió los ojos de golpe, como si saliera de una pesadilla, y me miró fijamente como si viera una aparición: sus labios trazaron el rictus próximo al llanto, a ese llanto silencioso que siempre acaba enfureciéndome... Me acerqué a ella con un índice sobre los labios rogándole silencio. En ese instante, las estrellas del techo apagaron de golpe su brillo enfermizo.
Mi sombra continuó creciendo, ajena a mí, como si tuviera vida propia. Tamara no dejaba de mirarla, con los mismos ojos desmesuradamente abiertos, los mismos ojos que siempre habían rehusado la figura del fauno. Me incliné y suavemente se los cubrí con una mano. Ella gimoteó.
No querrás que mamá se entere de lo del jarrón, le susurré al oído. Y me cercioré una vez más de que era una muñeca de las que aparecen en mis sueños, una muñeca de plástico, escurridiza y sucia, pero capaz de aplacar mi insomnio.

Norberto Luis Romero - norbertoluisromero.com

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