viernes, 9 de enero de 2009

ELOGIO DEL RESEÑISTA, por Elena Medel.

El viaje en tren de Madrid a Córdoba es un trayecto que, a base de nostalgia por la familia y los amigos, conozco de memoria: poco más de hora y cuarenta minutos, pequeña tortura los fines de semana, calma sobrenatural según qué días. Hoy es miércoles de marzo por la mañana; comparto vagón con un matrimonio de jubilados, un ejecutivo que aprovecha para recuperar algo de sueño, y otra chica que también lee, que aparenta mi edad, que se baja en Córdoba: azar número 1. La tranquilidad que —esto no es lo habitual— me brinda me permite ahora hojear un libro, después abrir el ordenador, teclear un poco, regresar a las páginas.

Me acompaña El merodeador, una novela de Vicente Muñoz Álvarez que acaba de publicar Baile del Sol. Me la regalaron el sábado, la devoré el domingo —de un tirón, que es como se saborean los grandes libros breves—, y desde entonces pienso en reseñarla: cómo enfocar el texto, por qué interpretación decantarme, de qué forma convencer al lector de mi reseña de que salte a la librería, y se convierta en lector de la novela de Vicente Muñoz Álvarez.
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Releo, por tanto, El merodeador. Armada: lápiz para subrayar, folio y bolígrafo para anotar ideas. Comienzo, e interrumpo al poco mi labor. Ignacio Escuín Borao en “Prólogo (o una ventana que se abre a una vida ajena)” escribe: «un prólogo no hace mejor un libro (al igual que una crítica, sea de quien sea, no nos engañemos)» (p. 7).
Subrayo. Reflexiono: importa el texto, claro. Aunque viajo sola, Perogrullo ocupa el asiento contiguo ¿Sólo importa el texto? En este caso, a mí me importa —y mucho— la novela de Vicente Muñoz Álvarez. Anotaré más tarde: fragmentados cuentos de un cuento de terror, gritar sin nadie en kilómetros a la redonda, oscuridad que surge desde la boca del estómago. He disfrutado —goce extraño, complicado, el que nos deparan algunos libros nacidos del sufrimiento— con El merodeador, no por la sencilla y lúcida introducción de Escuín Borao —que también—, sino por la capacidad de Muñoz Álvarez para condensar varios siglos —el simbolismo del XIX, la angustia del XX, el pesimismo del XXI— en un mundo y un hoy. Ahora bien: una reseña no mejora un libro, faltaría más, pero sí se empeña en buscarle adjetivos, en —igual que cualquier lectura— explicarlo, en trocar al lector de futuro a presente. Nacimos, crecemos, nos reproducimos, morimos; las fases de un libro se enumeran también, poseen brazos y piernas. Un autor, un editor —y un diseñador, y un corrector—, un impresor, un distribuidor, un librero, un lector: pero a veces, en muchas ocasiones, un librero, un crítico, un lector, o incluso un crítico previo al abandono de las máquinas, pdf o pruebas mediante.

Antes de pasar el control de equipaje he echado un vistazo a las novedades en la librería de la estación, he acabado comprando un botellín de agua y el periódico. Manuel Rodríguez Rivero escribe en Leer por haber leído, en su sección “Ídolos de la cueva”: «Según el historiador Anthony Grafton, y tal como calculan (un tanto perfunctoriamente, al parecer) los agentes digitalizadores de bibliotecas, el número de títulos publicados a lo largo de la historia podría oscilar entre 32 y 100 millones. Suponiendo que una persona corriente tardase cuatro días en leer un libro “de tamaño mediano” (para entendernos: ni El extranjero ni El hombre sin atributos, por citar sólo ejemplos narrativos), al cabo de una vida lectora de 65 años, sólo podría haber leído 5.931» (El País, 5 de marzo de 2008).
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Aunque el lector descubrirá este texto a finales de año, hoy es marzo, y cumpliré veintitrés años el 29 de abril. ¿Cuántos libros he leído a lo largo de mi vida? Unos quince al mes desde los doce, pero el nivel desciende en época de exámenes y sube en vacaciones, y se ha elevado a veinte o veinticinco ahora que también leo por trabajo. Casi dos mil, superando la cifra si sumo los de mi infancia. ¿Cuántos libros podré leer hasta que muera? Si dentro de unos años tendré que dedicar parte de mi tiempo a cuidar de mi familia, si con la edad mis ojos miopes y agotados no darán más de sí, ¿cuántos libros maravillosos me perderé? He leído a Stendhal y a Balzac, pero no a Zola. En mi lista de grandes damas de la literatura estadounidense quedan todavía nombres por tachar. Lagunas con los rusos, con los escandinavos —aunque Diego Moreno y Ana María Patrón, de la maravillosa editorial Nórdica, ponen remedio con cada una de sus jugosas novedades—, con el ensayo y el teatro. Poesía latinoamericana, no importa la generación: sólo sé que no sé nada. Me quedan tantos muertos, tantos vivos…
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Vicente Muñoz Álvarez, otra vez: «Se necesitan la concentración y el silencio adecuados para escribir algo interesante y profundo, no una mera reseña, pero uno termina escribiendo finalmente una mera reseña por falta de la debida concentración y el silencio adecuado…» (p. 101). Y aquí no estoy de acuerdo. Uno es uno, y su biblioteca: las novelas cuyo lomo ha cedido por las relecturas, los poemarios con las esquinitas dobladas en los mejores momentos, los ensayos subrayados, ahogados entre post-it. Uno es uno, y su biblioteca, pero por más que aprieta no abarca más allá de lo que su cuaderno de afinidades electivas señala, de lo que su sala de lectura más cercana oferta, de las recomendaciones de los amigos y las intuiciones propias. Una reseña, por muy pequeña o liviana que nazca, por mucho —o poco— conocimiento en diagonal que ofrezca, se transforma en brújula. Al hojear los suplementos culturales o la sección de libros en alguna publicación de temas generales, al visitar algún blog o página web, yo confío en unos —lo busco, lo compro, solicito el préstamo— y desconfío de otros —lo desecho—, reseñistas que se libran de las notas al pie, de la filología, reseñistas que tejen y publican meras reseñas. Siempre pruebo en la librería o biblioteca, hojeo las primeras páginas, pero el reseñista me ahorra el trabajo, y me regala el tiempo de búsqueda para que durante esa hora, hora y media, yo lea. Después está el placer de toparte con un libro del que nadie te ha hablado, por supuesto, pero… ¿Por qué renunciar a una de las dos opciones? ¿Por qué desdeñar al reseñista, su labor minuciosa y vital al separar el grano de la paja, su generosidad ampliando la lupa sobre los libros que de verdad importan?
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El tren deja atrás Alcolea, Rabanales, los entrevistos barrios de Fátima, Levante, Zumbacón. Caminata, autobús urbano, llaves recuperadas un mes después: estoy en casa. Deshago el equipaje, rescato El merodeador —Vicente Muñoz Álvarez, Baile del Sol, no se la pierdan— de mi bolso, despierto al procesador de textos y escribo: «Confieso mis reservas ante los paratextos: los reclamos en la contraportada, los prefacios y epílogos, las fajas laudatorias y los marcapáginas con citas alimentan mis pesadillas. La expiación de todo lector ingenuo —yo, de nuevo, confieso— es toparse con un producto subterráneo al comprar un libro por lo que su envoltorio —y no su contenido— anuncia…».

Elena Medel, Literaturas.com

http://www.literaturas.com/v010/sec0812/repoquer/repoquerdamas.html
http://latormentaenunvaso.blogspot.com/2008/03/el-merodeador-vicente-muoz-lvarez.html

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