viernes, 15 de octubre de 2010

LA TINTORERÍA DEL ALMA. Patxi Irurzun


Las clases comenzaban con un padrenuestro y un diostesalvemaría. Después tocaba lenguaje, matemáticas y al mediodía religión. Las clase de religión las daba un cura de los de siempre que nos hacía aprender de memoria el catecismo, los mandamientos y nos enseñaba que había pecados de tercera división, como pelear con los compañeros o no hacer la tarea, de segunda, como mentir o sisarle de la cartera a la mamá, y de primera, que eran unos pecados terribles y que se llaman pecados mortales como insultar a Dios, matar o pasar un año entero sin confesarse. Los pecados mortales no tenían perdón y te llevaban directamente al infierno. Los otros no contaban si luego te confesabas.

—Nuestro corazón está limpio –decía aquel cura–, pero con cada pequeño pecado, por ejemplo, con cada palabrota, lo ensuciamos un poco y se va volviendo negro como el carbón, así que de vez en cuando tenemos que confesarnos para lavarlo y volverlo a tener limpio, como le gusta a Dios– de modo que aquello de confesarse era como una tintorería para el alma y lo único malo eran los pecados mortales, que no se iban ni frotando con lejía.

Recuerdo que una mañana, tras el padrenuestro y el diostesalvemaría, al santigüarme me toqué entre las piernas (“en el nombre del pijo”, dije) y que mi compañero de pupitre, que me vio, dijo que aquello era pecado mortal.

El mundo se me vino abajo. Me sentía la persona más malvada del mundo. Pensaba que me iban a echar del colegio. Desconfiaba de mi compañero porque creía que se iba a chivar. Tampoco podía pedirle ayuda a Dios porque era precisamente a él a quien había ofendido. Hubiera deseado morirme pero tampoco podía porque iría a parar directamente al infierno. Nunca hasta entonces había querido y a la vez había aborrecido tanto mi vida.

Los miércoles por la tarde tocaba confesarse. Nos bajaban a la iglesia y, sentados junto a los confesionarios, esperábamos nuestro turno haciendo una lista mental de los pecados que ennegrecían nuestro corazón. Cuando te tocaba te acercabas al locutorio, le decías “Ave María Purísima” a unos ojos que olían a menta, recitabas la lista de pecados y después una voz cavernosa soltaba cuatro latinajos y te mandaba rezar varios padrenuestros, dependía de si tus pecados eran de tercera o de segunda división; luego cumplías la penitencia arrodillado en algún banco de la iglesia y entonces ya podías morirte tranquilamente porque como tenías el corazón limpio ibas al cielo (o sea que los mejores días para morirse eran los miércoles a partir de las seis y los peores también los miércoles pero antes de las seis). Resultaba todo muy sencillo. Aquella tarde, sin embargo, no se trataba de un pecado de tercera o de segunda división, sino de un pecado mortal, y cuando fuí a confesarme mi voz daba volteretas por el miedo.

—He… he pegado a mi hermana pequeña – empecé–, le he robado un caramelo a mi otra hermana, he insultado a Dios y a mi hermano, he desobedecido a mi madre y no he hecho los problemas de matemáticas.

Hubo un silencio que duró siglos. Después aquellos dos ojos con olor a menta dijeron “bien” y comenzaron a soltar aquella parrafada que no entendía. Mientras lo hacían yo me deshacía de miedo.

—Dos padrenuestros y dos diostesalves– sentenció sin embargo la voz.

Comencé a incorporarme para ir a todo meter a rezar la penitencia pero en ese momento la voz volvió a hablarme; no podía ser todo tan fácil.

—Ah– dijo, y comprendí que alguien tan malvado como yo no merecía tal suerte-.Y a ver si te portas un poco mejor en casa hijo, que no cuesta nada– añadió–. Puedes irte.

Y por supuesto que me fuí. A toda mecha. Recé las oraciones y salí dando botes de la iglesia. La vida era maravillosa. La vida sería maravillosa mientras pudieras sentirte limpio y bueno vomitando tus pecados en un confesionario.

Después de las clase de religión, al mediodía, tocaba ciencias y sociales y luego a comer a casa. Por la tarde había gimnasia o pretecnología y también misas, catequesis para la primera comunión, cosas por el estilo. Las clases acaban con un padrenuestro y un diostesalvemaría.


De La polla más grande del mundo y otros 69 cuentos (Baile del sol, 2007)

http://ajustedecuentos.blogspot.com

No hay comentarios: