martes, 4 de octubre de 2011

Robert Stone: Recordando los sesenta


Robert Stone nació en Brooklyn (Nueva York) en 1937. Su madre sufría esquizofrenia y su padre los abandonó poco después de nacer, por lo que Stone pasó largos períodos de su infancia en centros de beneficencia y orfanatos católicos. Pese a las constantes ausencias de su madre, que había trabajado como maestra, ésta fue una influencia determinante para Stone y despertó su interés por la lectura.

A los diecisiete años, y tras abandonar el instituto —«no recuerdo si fue cosa mía o si me echaron, pero el caso es que un día dejé de ir»—, Stone se alistó en la marina. Durante aquel año, participó en una expedición antártica y presenció el bombardeo de Puerto Said por parte de los franceses en el contexto de la guerra de Suez: una matanza de civiles fruto de la «ignorancia y la avaricia» que lo marcaría en adelante, tanto en su vida como en su obra.

También en aquella época fue cuando Stone se metió de lleno en la lectura de los clásicos y descubrió a los que iban a ser sus maestros: Dos Passos, Melville, Conrad, Hemingway, Fitzgerald. De vuelta en Estados Unidos, vivió durante dos años en Nueva Orleans con su mujer. Allí empezó a concebir la que acabaría siendo su primera novela, Una galería de espejos, mientras trabajaba descargando barcos en el muelle y realizando el censo de la ciudad barrio por barrio y casa por casa: una experiencia, afirma, que es el sueño de todo novelista.

Presentó los primeros capítulos de Una galería de espejos para optar a una beca que le fue concedida y que le permitió estudiar en el taller de escritura de Wallace Stegner en la Universidad de Stanford. Aquél fue, sin lugar a dudas, el primer punto de inflexión de su vida. Stegner se convertiría en su mentor y le prestaría un gran apoyo, tanto personal y académico como económico, ya que fue gracias a su beca y a sus cartas de recomendación como Stone consiguió completar Una galería de espejos y, más tarde, Dog Soldiers.

También en Stanford entró en contacto con Ken Kesey, que lo introdujo de inmediato en la naciente escena psicodélica de la costa oeste de principios de los sesenta. Kesey traía de la mano todo un mundo que Stone abrazó con absoluto entusiasmo. Con él y sus Merry Pranksters entró en contacto con la escena beatnik, con Ginsberg, Cassady y Kerouac, con los alucinógenos, con los conciertos de John Coltrane —«una vez vi su música»— y con las primeras conversaciones literarias serias de su vida. Para Stone, que siempre había sido un autodidacta y se había formado «a la vieja usanza, leyendo», éstas tuvieron un efecto radical y le llevaron a transformar el manuscrito de su primera novela para dar cabida a otras formas de percepción, otros niveles de realidad: «Entendí que entre el realismo y el no realismo no había diferencias realmente importantes».


Stone vivió los sesenta como una prolongación de la cultura beat de los cincuenta, una especie de fiesta privada que, en su opinión, terminó de forma tajante en el famoso Summer of Love del 1968: «Éramos esnobs al respecto. Nos sentíamos directamente conectados a los beats, sus herederos, de algún modo. Cuando estaba en el instituto, y también en mi época en la marina, admiraba a los beats, y finalmente llegué a conocerlos. Creíamos que formábamos parte de un conocimiento arcano sobre el funcionamiento de las cosas más allá de la máscara de la realidad convencional».

Sus recuerdos de aquel período dieron forma a las memorias Recordando los sesenta, en las que nos presenta a un Kerouac, por aquel entonces, bastante intratable y reacio a relacionarse con la generación más joven; a un Cassady sumido en pleno proceso autodestructivo, y a un Kesey lleno de energía que fue la auténtica fuerza motora de aquellos años: «Era como si creyera que pulsando el botón adecuado podría cambiar el mundo. Yo nunca creí algo así. No era un revolucionario cultural en ese sentido. Nunca creí que el mundo fuera a ser nada más que lo que es».

Kesey, por su parte, hablaba así de Stone: «Bob solía colocarse, se plantaba desnudo sobre un suelo de cristales rotos, miraba al cielo y gritaba. Alguien que hace eso tiene que mantenerse ocupado o podrán con él. Es un guerrero, no sólo un escritor». O también: «Stone es un paranoico profesional. Detecta fuerzas siniestras detrás de cada galleta Oreo»; una etiqueta, la de paranoico profesional, que resulta cuando menos llamativa si tenemos en cuenta todos los personajes que se dejaron caer a lo largo de los años por La Honda, el rancho y cuartel general de Kesey y los Merry Pranksters.

Stone reconoce que podría haberse perdido en este ambiente de locura general de no ser por la escritura: «Era mi disciplina. Nunca tuve mucho ego, lo aplastaron cuando era niño. Escribir era lo único precioso que poseía, la única cosa que me justificaba. Sin eso, no habría sido más que
otro tipo que bebía demasiado, que se drogaba demasiado y que hablaba demasiado. Sin eso no era prácticamente nada».

Una galería de espejos se publicó finalmente en 1967, con excelentes críticas, y ganó el William Faulkner Foundation Award y una beca Guggenheim. Paramount Comedy compró los derechos para una adaptación cinematográfica: la película, con la que el autor no quedó demasiado satisfecho, se estrenó con el título de WUSA y fue protagonizada por Paul Newman, en adelante gran amigo de Robert Stone.

Poco después, Stone y su mujer se mudaron a Gran Bretaña, donde éste comenzó a trabajar en un manuscrito llamado «Paracaidista acrobático devorado por pájaros hambrientos», uno de los titulares pretendidamente escritos por el personaje de Converse y que, en realidad, como muchos otros que aparecen en el libro, están tomados de los escabrosos artículos que escribió el propio Stone en los sesenta durante su época de redactor en un periódico sensacionalista. Afortunadamente, el título final del manuscrito sería Dog Soldiers: «Sentía que los personajes debían estar en Vietnam, pero no sabía cuál debía ser su relación con la guerra». Para decidirlo, se trasladó a Saigón como corresponsal del semanario contracultural Ink (que cerró al poco de la llegada de Stone a Vietnam, por lo que sus artículos acabaron publicándose en otros periódicos). Pero Stone no encontró el material que andaba buscando para su novela en el campo de batalla, sino en la propia ciudad, donde descubrió una corrupción sin límites y un mercado negro de tráfico de drogas en los que estaban implicados desde los militares hasta los periodistas destinados para cubrir el desarrollo de la guerra.

Sus vivencias en Saigón, junto con el shock del regreso a Estados Unidos, dieron al libro su estructura final: «Era el inicio de la era post-Vietnam. Tenía la sensación de que, con la guerra, la explosión de las drogas, todas esas cosas salvajes o como quieras llamarlas, el mundo era totalmente diferente al de antes de la guerra. Era como vivir en las secuelas de una revolución».

Como apuntaba un crítico del New York Times, en tan sólo unos años el país había completado la transición de «Martin Luther King y los Students for Democratic Society a Angela Davis y la Symbionese Liberation Army [responsables del sonado secuestro de Patty Hearst], de Dylan y los Beatles a Alice Cooper y Charles Manson, de Laos y Vietnam a Grecia y Chile, de Nixon a Exxon, de los disturbios de Watts a los de Boston».

Unos acontecimientos que «resultan tan irreales y que sobrepasaron en tal medida la imaginación de la mayoría de novelistas que fueron los representantes del Nuevo Periodismo como Michael Herr o Hunter S. Thompson los que crearon los retratos más viscerales de aquellos
tiempos». Stone fue uno de los primeros en adentrarse desde la ficción en ese terreno, y uno de los primeros también en llevar a Estados Unidos la degradación y el desastre absoluto de la guerra de Vietnam. Una «vietnamización de la tierra madre» —en palabras de Jonathan Lethem— que llega a su punto culminante en el apocalíptico enfrentamiento que tiene lugar en la montaña de Dieter hacia el final de la novela.

«Vietnam nunca será un tema desfasado para mí. Pero Irak, en cierto sentido, es mucho peor. Esos tipos han ido adonde Nixon nunca llegó, adonde Lyndon Johnson no quiso llegar. Soy un patriota a mi manera. Menosprecio constantemente a Estados Unidos como lo hago conmigo mismo, pero no me gusta ver nuestra reputación completamente destruida.»

Dog Soldiers llamó de nuevo la atención de Hollywood y también de nuevo acabó convertida en un fiasco. Según afirma Stone, el resultado final de las dos películas no guarda más que un parecido accidental con los tratamientos que entregó a la productora. Véase, por ejemplo, la
transformación de Marge en una mojigata totalmente ajena a los trapicheos de su marido con la droga, a su padre —Elmer Bender— convertido en un sensato librero y ese final rebosante de moralina que poco tiene que ver con el de la novela. Estas decepciones con el mundo del cine quedarían reflejadas más tarde en su novela Children of Light.

Con Dog Soldiers llega además el perfeccionamiento de ese estilo tan personal de Stone que algunos han dado en llamar «realismo alucinatorio» y que, como ya hemos dicho, debe mucho a sus experiencias de la década anterior con Ken Kesey y los Merry Pranksters, cuya herencia es aún mayor en esta novela. Y es que Stone ha reconocido que siempre crea a sus personajes a partir de personas que conoce, y muchos han visto una clara relación entre Neal Cassady y
el personaje de Hicks, entre Ken Kesey y el gurú y ex Dios Dieter, entre La Honda y El Incarnaçion del Verbo, entre los Merry Pranksters y Los Que Son.

En los años siguientes, Robert Stone siguió ganándose un prestigio que le ha llevado como profesor a las más importantes universidades norteamericanas —como Princeton, Stanford, Harvard, Nueva York, Johns Hopkins o Yale— y le ha valido varias nominaciones al National Book Award, al Pulitzer y al PEN/Faulkner. Actualmente es jurado de este último premio y miembro de la Academia de las Artes y las Letras.

Considerado uno de los mayores escritores vivos de la narrativa norteamericana, cuenta con la admiración del público, de la crítica y, muy especialmente, de sus colegas escritores. Entre sus amigos y admiradores se cuentan Don DeLillo, Al Alvarez, John Banville, Madison Smartt Bell, Frederick Busch, Frank Conroy, Joan Didion, Annie Dillard, James Ellroy, Michael Herr, Ward Just, Wallace Stegner, Joy Williams, William Gibson, Tobias Wolff o Jonathan Lethem.

De hecho, el propio Stone se lamentó una vez de ser uno de esos «escritores para escritores», una reputación que se sacudió de encima con el progresivo éxito de sus obras. Además, conviene tener en cuenta la influencia que ha ejercido sobre las generaciones posteriores: desde El poder del perro, de Don Winslow —que Ellroy elogió comparándola con Dog Soldiers—, hasta la herencia de sus villanos disfuncionales que puede encontrarse en las películas de Tarantino, o la más directa relación que señalan algunos entre la visión de la guerra de Vietnam de Stone y la de Denis Johnson en Árbol de humo (ganadora del National Book Award en 2007).


Reportaje y fotografías cedidas por la editorial Libros del Silencio. Texto de Inga Pellisa.

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