jueves, 13 de septiembre de 2012

EL MEJOR ANTISÉPTICO DEL MUNDO por Ángel González González.



¿Sabe? Nunca me lo hizo. Y ni siquiera me llegó a contar el por qué de su actitud. Tal vez todos hayamos cambiado ahora, pero no llego a comprender el porqué... Y  creo que ahí está el error. Entonces, no me daba cuenta de las consecuencias de estar con una auténtica señora como Arancha..., porque desde el principio yo le dije que me iría con ella  debido a que sentía aquí adentro un cosquilleo que tal vez pudiera definirse dentro de lo que comúnmente conocemos con esa palabra tan peculiar... “amor”. No sé. Y a partir de ahí ella sabía que podía hacer conmigo lo que quisiera. Maldigo ahora los comentarios que les escuchaba a mis amigos en los vestuarios acerca de sus infinitas curvas. Esos comentarios siempre me incitaron a intentar estar con ella. Se trataba principalmente de sueños en los que mis amigos se entregaban por completo a ella y  ella respondía a sus flamígeras pasiones de un modo deliciosamente oral. Gracias a esas historias padecí dolorosas enervaciones del miembro... Tras mucho tiempo dándole vueltas al asunto, y tras muchas, innumerables muestras de afecto hacia ella, tuve la oportunidad de tenerla entre mis brazos primero, y después...
     Lo referente a los preliminares era la parte específica que más me gustaba comentar con ella. Aunque, a veces, Arancha me desviaba la conversación hacia los atavismos generacionales y su evolución formal hacia la eficacia sexual humana donde, naturalmente, depositar el semen en una boca no contribuía a nada. Yo odiaba lo de la concepción porque me sonaba muy chungo. De modo que contraatacaba con el rollo de las pinturas que encontraron en Pompeya y de que un amigo mío me enseñó una foto de la época en que estuvo en Italia, y más específicamente en la ciudad arqueológica de la que estábamos charlando, y que mostraba impunemente la silueta feliz, o relieve en positivo, de enormes falos trazados en el adoquinado de las calles. Estos apéndices sexuales inconmensurables e inhiestos hasta la saciedad indicaban el camino hacia las casas de lenocinio cuando lenocinio quiere decir “putas” en el sentido más estricto de la palabra. También aprovechaba para enumerar todos y cada uno de los frescos encontrados en aquellos antros de perversión de pleno y categórico contenido explícito. Mira, esta postura se llama Felación Interdimensional Emotiva, si los romanos lo hacían siglos atrás, y ellos fueron tan inteligentes como para gobernar apasionadamente el mundo, nosotros no debiéramos pasarlo por alto. No cabe duda de que hoy por hoy el sexo oral es una purificación, la gloria más alta y un largo etcétera de adjetivos todos buenos, y además: los psicólogos dicen que ahí es donde está el camino hacia una relación perfecta y adulta y humana a más no poder. Conocí a una especie de anarquista que me dijo que ellos, ese tipo de gente muy punk, extrapunk, son tremendamente felacionistas, y que así consiguen una concordia grupal excelente sin disputas ni nada.
    Lo intenté todo. Todo. Íbamos al cine e insinuaba que los de las filas postreras seguramente se lo estaban montando en tono oral. Íbamos a bañarnos al río, y cuando conseguía aparcar el Renault en un lugar alejado de los demás bañistas, ella desplegaba la toalla sobre la hierba y acto seguido tomaba el sol sin dudar un solo momento en quitarse la parte de arriba, y en esos momentos, a lo mejor hablo de más de treinta ocasiones, me tumbaba encima de ella y gateaba por su silueta con esa cosa tercamente dúctil entre mis piernas hasta que llegaba a sus pechos, y ella se dejaba. Pero cuando, en medio del frenesí, notaba que me izaba aun más, en dirección a sus labios, ella escoraba su cabeza hasta una posición totalmente imposible y luego reía compulsivamente. Vamos cariño, recuerda que todo el mundo lo hace. Pero no paraba de reír, propiciando así el que mi protuberancia sexual perdiese gas y gas hasta llegar a un estado flexible, bamboleante, diminuto y feo.
     Antes de irnos a la cama me la engalanaba, la acicalaba escrupulosamente, la echaba esa colonia de Zara Man que a ella tanto le gusta..., y me escocía de cojones. Luego, tras esperar un rato a que pasase el dolor, me ponía la ropa interior más prieta del segundo cajón de la mesilla, de modo que cuando ella regresaba del trabajo la abrazaba febril y desbocado para luego meternos en la cama y cuando veía la ocasión más conveniente, cuando su cabeza y sus carnosos labios lamían mis pezones, trataba de empujar su cabeza con mis manos en dirección hacia la entrepierna. Notaba la tensión, la fuerza con que lograba evadir mi esforzado intento, de modo que empujaba y empujaba como si me fuese la vida en ello. En ese momento ella parecía dejarse llevar, pero justo cuando estaba cerca de mi ombligo y ya había bajado yo la guardia, aprovechaba para volver a subir su cabeza rápidamente hasta donde está la mía y decía que me quería. Me estaba volviendo loco.
     Debido a ciertas tensiones en nuestra relación Arancha se largó de mi vida porque decía que yo no la quería verdaderamente, que era un enfermo, y que solo quería su boca para hacer guarradas.
     De modo que mi enorme y peluda cabezota piensa y piensa hasta que un buen día me encuentro mezclado entre un montón de gente pervertida en una de esas comunidades de internet. Aquello constituyó el Siglo de Oro para “mi martillo percutor”. Mi herramienta era tan barroca; había sentido tan dentro el típico desengaño barroco en lo referente a las expectativas hacia la amada; tenía tantas ganas de perdurarse a sí misma, de sentir cómo el arte bruto de sus nervaduras perduraba en miles de suculentas bocas femeninas por los siglos de los siglos, que puedo asegurar que en aquella época de total entrega llegué a padecer verdaderas agujetas en el miembro. Siempre hubo una jugosa boca que percutir, y cuando me lamían el glande, mi mente soñaba con la boca de Arancha, y de regreso del sueño, mi polla seguía padeciendo el citado desengaño barroco, porque ella, Arancha, esa Venus a la que yo pretendía ver desnuda mientras le llenaba la fuente de tibia leche barroca, no estaba allí porque la que en realidad estaba era la señora realidad acompañada de una pervertida que tragaba más cantidad de pene del que le permitía su capacidad bucal. Esto me hacía sentirme asqueroso. Arancha me había dejado porque yo era un guarro. Ella ya había rehecho su vida... Y su boca nunca me había proporcionado verdadero sexo oral. Mi polla barroca se estaba desquiciando, sin embargo, ya no era capaz de parar.
     Y todo esto hasta que me encontré con Annisa. Annisa en árabe quiere decir princesa. Mi princesa era una gata callejera que me traje a casa después de una borrachera. Desde entonces fuimos estupendos amigos y yo le compraba unas carísimas latas de comida para gatos. A cambio, ella siempre estaba ronroneando por mis piernas y acompañaba mi soledad, la soledad de un enfermo del sexo que jamás se comprometerá con nada ni con nadie porque lo único que le importa es su propio placer. Descubrí que el onanismo me permitía encontrar esa clase de placer sin tener que tener contacto social con nadie. Era fantástico. Fantástico, hasta que Annisa, harta de verme con la herramienta en la mano, se sintió celosa y se lanzó hacia mi pene, clavando allí sus uñas. Desgarrando mi leit motiv para vivir. Esto que está usted curando..., por cierto, es una fantástica enfermera, ¿nunca se lo habían dicho? Lo hace muy bien, de verdad... Decía que esto que está usted curando es el resultado del percance que le he contado. ¿Adivina lo que estoy pensando? Bueno, quizás sea una tontería, pero ¿cree que le sería posible arrimar su jugosa boquita aquí mismo? Dicen que la saliva es el mejor antiséptico del mundo.

Ángel González González

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