domingo, 13 de enero de 2013

SOBRE QUEJAS Y MOLESTIAS por Ape Rotoma.


Todavía sigo en el paro.
Y no me quejo, desde luego.
Llevo ya casi dos años y han sido,
con diferencia, los mejores de mi vida.
Además, habiendo tanta gente puteada
de verdad, mejor no quejarse mucho.

Claro que lo que empezó siendo
casi un chollo, pues cobraba
prácticamente la misma mierda
que trabajando como peón de la limpieza,
dejó de serlo al medio año, al verse
reducidos los ingresos mensuales
a unos seiscientos euros o menos.
Y ahora mismo, concluida la prestación oficial,
gracias al Cielo y a tener cuarenta y cinco tacos,
ésta ha sido reemplazada por una llamada ayuda
de cuatrocientos. Y la verdad, no me quejo.

El caso es que, esta mañana,
andaba contado los cigarrillos liados
y respiré. Bien, son las ocho y media
y me quedan unos cuatro. Liando también
esas colillas, llego hasta con cierto margen
a la hora en la que abren el estanco.
Es día diez y se cobra. Claro que acaban
de subir bárbaramente el tabaco de liar
y no lo digo por quejarme.

Bueno, pues nada, dejo en paz féisbuk
y decido estrenar mi nueva condición
de un-poco-más-pobre-aún
permitiéndome el lujo asiático de tomar
un nutritivo y gozoso desayuno
en mi cafetería favorita. Un día es un día
y no hay más día al mes que hoy
lo mires como lo mires. Así hago tiempo además
y leo un poco alguno de esos libros
que tengo a medias, tranquilo frente a un café.
Como las personas, vamos.

El primer paso es tratar con el cajero.
Como me han vuelto loco a base
de hacer papeles y colas, doy por supuesto
que está en orden todo y cuento
con esa puntualidad tan tranquilizadora
del Estado. De eso sí que no puede uno quejarse.

No quiero perder el tiempo
y pido directamente cuatrocientos, pues sé
que los voy a necesitar hoy mismo.
Me contesta el hijoputa: "Saldo insuficiente.
Operación no autorizada" y sin pausa alguna
para aclaración de ningún tipo: "Retire
su tarjeta, por favor". Sí, sí, mucho por favor
pero me ha echado el cabrón,
con la actitud del que te manda salir del local
por ser un incordio, un broncas o un majadero.
Es una máquina, claro, y no va uno a quejarse.

Vuelvo a meter la tarjeta, ligeramente mosqueado.
"Consulta saldo", capullo, a ver qué es lo que pasa.
Pasa que son realmente trescientos setenta y poco.
Me cago en su puta madre y elimino mentalmente
de la lista los treinta eurillos de costo
que pensaba regalarme. Dado que tengo
vicios tan caros, no creáis que me quejo aún.

Se los pido y me los da y el recibo
y lo que haga falta ahora. Las cuentas no salen, claro,
pero tampoco salían antes y no tengo
ganas de hacerlas sino de ir dando un paseo
a ese bar que hace tanto que no piso.

Es un lugar estupendo para ir por la mañana
y todo lo de él me gusta: las amplias mesas,
la cristalera que te permite ver a las chicas
cruzando el puente, las napolitanas, a elegir
de chocolate o de crema, tan bien hechas ambas
que a veces no me decido, un delicioso café
que tiene color, olor y sabor a café
aunque lo ahogues en leche y azúcar,
que es justo lo que hago yo,
y el camarero, que merece estrofa aparte.

Relativamente joven, tiene un aire a la antigua.
Impasible y educado. Nos conocemos de sobra,
nos decimos hasta luego por la calle,
pero me trata como trata a todos.
Jamás sabré si me aprecia, me desprecia
o le soy indiferente. Y la verdad, me la suda.
Me cae bien. Siempre escudado tras su buenos días,
su gracias, su hasta la vista y su disculpe un momento.
Un profesional, qué coño, que sobrevive
a la actual crisis y lo hará con las que vengan.

Me siento pues a ser feliz la media hora mensual
que apenas se me permite y entra en el local un perro.
Es pequeñajo e inquieto y, claro, se dirige
hacia la única mesa sobre la que hay comida,
que es la mía, y me empieza a olisquear las piernas,
que es una forma suave y exacta de decir
que me empieza a tocar los huevos. Miro
al dueño, entretenido en desplegar
la larga correa extensible con la que espero
que lo ate, y después, entretenido
en llamarlo: Eh, eh, bicho, ven aquí.
Y yo, claro, ni me quejo ni le pateo el hocico
por si los omnipresentes defensores
de derechos animales y en particular caninos.

El perro ni puto caso. Y el dueño ni caso
a mi mirada helada ni al rechinar de mis dientes,
cuando, con un trozo de napolitana inmóvil
en la mano, estoy a un paso de perder
el apetito, el humor y la paciencia.
Por fin se acerca sonriendo (al perro, claro, no a mí )
y lo coge del collar, lo sujeta a una columna,
dejándolo sólo a un palmo de mis pies,
y se encamina a la barra.

Y a mí me da por pensar que, en cuanto
acabe el café, voy a tener que olvidarme
del proyecto de leer a Vila-Matas un rato
y salir de inmediato a la puta calle, donde
hace frío y está lloviendo, si quiero fumar.
Y quiero. De hecho, ahora me hace falta.
Y que se supone que es así, que está prohibido
terminantemente y sin excepción fumar
en sitios cerrados por el sencillo motivo
de no ocasionar molestias a los demás.

Y esta vez sí, claro que sí, mientras dejo
los utensilios usados sobre la barra,
junto al dueño del animal, que sigue
mirando a Cuenca y disfrutando su copa,
empiezo a pensar una vez más que no tengo
derecho alguno a quejarme
porque existen refugiados, torturados
y puteados de verdad, pero que el mundo
es un agujero infecto, este país el Infierno
y todos nosotros, tontos. Y desde luego
y sin duda, yo soy más tonto que nadie.

Ape Rotoma

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