martes, 5 de febrero de 2013

LOS PATOS by Pepe Pereza.


El coche de policía avanzaba a toda velocidad por las calles de la ciudad. Los otros vehículos alertados por las sirenas se apartaban cediéndole el paso. Yo iba prisionero en los asientos traseros separado de la pareja de policías, que iban en la parte delantera, por una resistente mampara de metacrilato reforzado. Sentía las manos pegajosas por la sangre que empezaba a secarse. Las tenía esposadas a la espalda, noté las muñecas doloridas por la presión del metal y deseé que llegásemos cuanto antes a la comisaría para que me quitasen las esposas. Nada más llegar, me llevaron a la sala de interrogatorios y me dejaron allí. Eché un rápido vistazo. El sitio era mucho más siniestro de lo que me había imaginado. Al rato entró un hombre de mediana edad vestido de paisano. Tenía un rostro que me recordó a un profesor de matemáticas que tuve en octavo de EGB, un tipo entrañable del que guardaba un buen recuerdo. El policía se sentó frente a mí y dejó sobre la mesa un paquete de tabaco rubio y un mechero.
- ¿Quieres un cigarro?
- Sí, por favor.
- Sírvete tú mismo.
- Es que tengo las manos manchadas.
El policía cogió un pitillo y me lo alargó. Luego me dio fuego con el mechero.
- Te has metido en un buen lío, ¿lo sabes, no?
- Sí señor.
- Has herido gravemente a un adolescente…
- Ha sido un accidente.
El policía se encendió un cigarrillo.
- ¿Un accidente? Explícate.
Guardé silencio, no me atreví a confesarle que todo lo sucedido había sido por culpa de una pareja de patos…
Todo empezó el verano pasado. Dos meses antes mi compañera había fallecido en un accidente de tráfico y las vacaciones estivales me estaban resultando una tortura. No tenía el cuerpo para viajes así que me quedé en casa. Sentía tanto dolor por la pérdida de mi amante que era incapaz de ver una salida. Incluso llegué a sopesar muy seriamente la idea del suicidio. Lo que fuera con tal de acabar con el dolor. Al fresco de la noche todo era más llevadero, por eso adquirí la costumbre de esperar la llegada del nuevo día asomado al balcón. Dicho balcón daba a un parque y las vistas eran buenas. Ya que me era imposible dormir prefería quedarme allí observando cómo las luces de mis vecinos se iban apagando según pasaban las horas. Una de esas noches, a mediados de julio, llegó la pareja de patos. Uno era negro con manchas blancas, el otro gris. Aparecieron en el parque rebuscando con sus picos entre el césped. De inmediato decidí que el gris era la hembra y el de manchas el macho. No tenía ninguna base para tal afirmación, sin embargo esa fue mi conclusión. Entré en la cocina, cogí un cuscurro de pan, lo humedecí poniéndolo debajo del grifo y se lo eché a los patos. Al verlo se lanzaron a por él y lo estuvieron picoteando hasta que no quedo ni una miga. De pronto los aspersores del parque se pusieron en funcionamiento y espantaron a las aves. Levantaron el vuelo y se alejaron en dirección al río. Al quedarme solo noté de nuevo el dolor, el mismo que me venía corroyendo desde el día que ella murió. Me di cuenta de que durante los breves minutos que había compartido con los patos me había sentido libre de todo sufrimiento. Por primera vez el dolor me había concedido una tregua. Al igual que la noche anterior los patos llegaron a eso de la una de la madrugada. Me alegré de verlos. Esta vez, además de pan húmedo, les agasajé con unas cuantas hojas de lechuga y una manzana cortada en pequeños pedazos. Los patos se dieron un festín y para cuando los aspersores se pusieron en funcionamiento ya habían acabado con todo. La noche siguiente los patos acudieron directamente debajo de mi balcón. Les serví un surtido de frutas. Ellos me lo agradecieron dando buena cuenta del banquete. Me fijé en que el pato con manchas, es decir, el que yo había tomado por macho, le cedía los mejores bocados al pato gris. Pensé que era una galantería por su parte. Eso me hizo profundizar en la relación que mantenían las aves. Me los imaginé al acabar el verano volando hacia el sur, salvando juntos todas las dificultades y peligros del viaje, los vi en la sabana africana protegiéndose el uno al otro de los depredadores y me pareció admirable. El dolor siempre desaparecía cuando acudían los patos. Durante esos quince o veinte minutos me veía libre de toda pesadumbre. Era un pacto entre mi corazón y yo, una pequeña pausa para recobrar fuerzas y poder sobrellevar el sufrimiento que me aguardaba en cuando las aves se iban. Así fueron pasando los días hasta que las vacaciones terminaron y pude volver al trabajo. Para mí fue un alivio. Por lo menos estaba ocupado y el dolor era más llevadero. Por las noches esperaba a los patos para compartir con ellos unos momentos de paz. Acabado el verano empecé a sentirme mejor. Seguía echando de menos a mi compañera, pero estaba aprendiendo a vivir sin ella, eso hacía que todo fuera más fácil y menos doloroso. Cuando el buen tiempo dio paso al descenso de las temperaturas, los patos dejaron de acudir. Supuse que habían emigrado al sur huyendo del frío. Pasó un año. De vez en cuando me acordaba de ellos, me preguntaba si seguirían vivos y si volvería a verlos. Una noche, a principios de junio, volvieron a aparecer. Yo estaba viendo la televisión con las ventanas abiertas y de pronto los escuché en el parque. Cuando me asomé al balcón y los vi no pude dar crédito a mis ojos. Sin embargo, allí estaban. Me alegré muchísimo de verlos, fue como reencontrarme con unos viejos amigos. Entré en la cocina y busqué algo bueno para darles de comer. Viéndolos pensé en lo maravilloso de permanecer juntos y, casi sin querer, el recuerdo de mi amante llegó de forma involuntaria. Por supuesto que lo tenía superado y pensé en ella sólo con nostalgia. El pato con manchas seguía cediéndole los mejores bocados al pato gris. La de cosas que habrían compartido esos patos. Había oído decir que se emparejaban de por vida. Me pareció maravilloso que fuera así. Y llegó el fatídico día. Había salido bastante tarde del trabajo. Mientras me hacía la cena escuché en el parque las voces de un grupo de chavales que trataban de impresionar a unas chicas, pero no le di importancia. En vez de eso me concentré en darle la vuelta a la tortilla de patatas que estaba cocinando. Cené viendo la tele. En el canal Odisea emitían un documental sobre ataques de tiburones a bañistas. Un surfero narraba su encuentro con un tiburón toro y mostraba a la cámara las cicatrices que le habían quedado de la experiencia. De pronto escuché la voz de uno de los chavales que estaban en el parque:
- Mirad, unos patos.
Inmediatamente me levanté del sofá y me asomé a la ventana. Efectivamente, los patos habían llegado. Uno de los chavales señalaba su posición con el brazo estirado. Otros dos se pusieron de acuerdo para rodearlos avanzando cada uno por un lado. Desde la ventana vi claramente la estrategia de los jóvenes.
- No se os ocurra hacerle nada a los patos – les grité.
En un primer momento los adolescentes se quedaron quietos mirando hacia el edificio, tratando de ubicar de dónde venía la voz que les prohibía hacerles nada a los patos. Cuando me vieron no les debí de impresionar porque de seguido me insultaron acompañando las injurias con cortes de manga y demás gestos obscenos. Con mi prohibición había logrado el efecto contrario. Sin darme cuenta les había ofrecido una oportunidad de oro para que se envalentonasen delante de las chicas. Sabiendo que desde allí no iba a poder hacer nada, salí de la casa y bajé a la calle lo más rápido que pude. Rodeé el edificio y llegué corriendo al parque. Justo en ese momento vi a uno de los chavales lanzando una patada traicionera al pato gris. El ave salió despedida por la fuerza del impacto y terminó estrellándose contra una pared. Corrí hacia el joven atacante. Al llegar a su lado le di un empujón para apartarlo de mi camino y poder llegar donde estaba el pato. El ave no se movía y permanecía en el suelo junto a la pared donde había impactado. Al cogerlo en mis manos su cuello se descolgó inerte y supe que estaba muerto. Busqué al pato con manchas. Lo vi junto a un árbol, estaba inquieto y atento a lo que sucedía. Seguro que entendía la gravedad, la tragedia. Me sentí culpable de lo ocurrido. De no haberles acostumbrado a una comida fácil nada de eso hubiera ocurrido. Seguí observando al pato con manchas, haciéndome cargo del dolor que sentía. Si se emparejaban de por vida debía estar abatido por la repentina muerte de su compañera. Me sentí identificado con el ave. Yo también había perdido a mi amante y sabía lo que era pasar por ese trance. En ese momento, una de las chicas del grupo arremetió contra mí y comenzó a golpearme en el pecho.
- Lo has matado, cabrón. Lo has matado.
Creí que se refería al pato y no logré entender su comportamiento, menos aún que me acusase de un acto que era evidente que no había cometido.
- ¿Qué estás diciendo?
Señaló al grupo de jóvenes que la acompañaban. De primeras no supe lo que pasaba, tan sólo vi a unos cuantos muchachos alborotados. Cuando miré más atentamente me di cuenta de que uno de ellos yacía inmóvil en el césped. Le pasé el cadáver del pato a la chica y avancé hasta el grupo. La chica al notar el ave en sus manos lo dejó caer con un gesto de repugnancia. Me abrí hueco entre el mocerío y me arrodillé junto al chico que yacía inmóvil. Era el mismo que había pateado al pato, el mismo que yo había empujado. Por lo visto, con el envite había perdido el equilibrio y había caído de espaldas golpeándose la nuca con el bordillo de la acera. El muchacho realmente parecía muerto. Vi que debajo de su cabeza se había formado un charco de sangre. Metí la mano entre el cuero cabelludo para comprobar si la herida era profunda, lo era. Le cogí la muñeca, afortunadamente tenía pulso.
- Que alguien llame a una ambulancia.
- Viene de camino. Me contestó uno de los chicos que ya había avisado con su móvil.
Con la ambulancia también llegó la policía. Antes de que me metiesen en el coche policial, vi al pato con manchas junto al cuerpo inerte de su compañera, parecía que quisiera reanimarlo a base de pequeños toques que le daba con el pico. Sentí pena por él. En la sala de interrogatorios el policía tiró su cigarrillo al suelo y apoyando sus manos sobre la mesa me dijo:
- ¿Se puede saber por qué atacaste a ese joven?
Me limité a bajar la mirada y a guardar silencio. Pensé en el pato con manchas y me pregunté qué estaría haciendo en esos momentos.

Pepe Pereza, de Relatos del humo (y hachís) (Origami, 2012).

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