miércoles, 13 de noviembre de 2013

UN CAPÍTULO DE '¡OH, JANIS, MI DULCE Y SUCIA JANIS!' (PATXI IRURZUN)


Y AHORA TAMBIÉN EN DIGITAL 

La Bella y la Bestia echan un casquete en el basurero 

La atormentada historia de amor de la guitarrista superputa y el fan que recorría medio mundo persiguiéndola con una polla de goma en la visera fue consoladora —nunca mejor dicho—. Comparándome con Cornelius, y a pesar de que a él le faltaran dos hervores, lo mío con Janis me parecía una tontería, de modo que me relajé un poco durante varios meses, seguí con mis películas y bajé el pistón en mis salidas nocturnas con François Elisalde, que sustituimos por largos paseos por los suburbios de Manila los días de descanso semanal en el Petit Bayonne.
Elisalde, quien resultó ser una caja llena no sé si de sorpresas o de bombas, echaba a andar, o se subía a la buena de Dios en los jeepneys, los coloridos taxis colectivos, y dejaba que estos o nuestros pies nos llevaran a barriadas chabolistas, a campamentos de latón de quita y pon sobre una vía de tren, a montañas de basura en los grandes vertederos a cielo abierto, a muelles abandonados en los que se veía, sumergidos en un agua negra alquitranada, a adolescentes rebuscando no se sabía muy bien qué entre ratas y peces despanzurrados, bolsas de plástico a la deriva, botellas vacías y sin mensajes de ningún náufrago, porque para náufragos ya estaban ellos…
Al principio a mí me daba repelús toda aquella inmundicia, e incluso aquellos que vivían, literalmente, sobre ella, no entendía cómo podían resignarse a eso, pero después me fui acostumbrando: a Elisalde le gustaba charlar con los scavengers o recicladores de basura de Payatas o Tondo, con los niños mendigos de Intramuros, con los pescadores de Navotas… y, escuchando a todos ellos, yo comprendí que en realidad los pobres no podían elegir, no se trataba de resignación, sino de supervivencia, y esta no siempre consistía, exclusivamente, en ganarse las alubias de modos más bien penosos, sino también en descojonarse un poco todos los días, beber un vaso de ron, cantar una canción en el karaoke, volver achispado a casa, acostarse y tocarle un poco el culo a tu mujer, cerrar, en definitiva, los ojos y que al día siguiente volviera a brillar el sol…
Aunque para ser sincero, también creo que me acostumbré a todo aquello un poco a la fuerza, pues muchos días Elisalde desaparecía repentinamente y yo le esperaba compadreando con los pescadores, los pedigüeños o los scavengers, invitándoles a sanmigueles y ron Bustamante en los billares o cantando temas de Bon Jovi y de Scorpions en los karaokes.
Había billares y karaokes, por cierto, en cada esquina de la ciudad, incluso en los baruchos de los vertederos, construidos con chatarra y cartones sobre un suelo de basura compactada por las excavadoras, como aquel de Payatas, donde una vez, esperando a Elisalde, bebí hasta caer redondo.
Payatas era el mayor basurero de Manila, en el que cada día quinientos camiones vaciaban sus vientres llenos de una hez que alimentaba a miles de personas que vivían allá mismo, en casitas levantadas sobre diferentes montañas de porquería humeante de más de veinticinco metros de altura.
La primera vez que vi aquel lugar quise salir corriendo, regresar a nuestro condominio —cuyo edificio, al igual que el de los ministerios, la bolsa, los grandes centros comerciales, se distinguían desde Payatas en un horizonte de smog contaminado, cosa que curiosamente no sucedía al revés: desde los rascacielos no se veían, o no se querían ver, las barriadas de chabolas, las ciudades-basura…—, quise, sí, volver cagando leches al búnker para poner en el video alguna de mis películas, en la que yo apareciera bebiendo una botella de champán directamente escanciado desde los pechos de una puta con collar de diamantes y bragas de encaje de Christian Dior. ¿Qué se me había perdido a mí en aquel lugar tan horrible?, ¿qué necesidad tenía de soportar aquella peste, a aquella gente desdentada y llena de heridas infectadas que me miraban como si fuera un puto marciano?, me preguntaba, y aunque siempre me juraba que nunca más lo haría, cada semana acompañaba a Elisalde en su descenso a los infiernos, no sabía muy bien por qué, quizás porque donde yo me sentía realmente un marciano era tirándome todos los días a aquellas tías tan buenas o mirando los cheques con mi nombre y todos esos ceros. No acababa de creérmelo, necesitaba romper la burbuja, salir de ella para mirarla desde fuera, y la mejor manera de hacerlo era pisar tierra firme, o mejor todavía, pisar detritus, basura, mierda pura…
Vamos, que yo no era precisamente la madre Teresa de Calcuta, no visitaba lugares como el basurero porque me importara o sintiera solidaridad por la gente que vivía allá, al contrario, lo hacía por puro egoísmo, para darme cuenta de lo de puta madre que vivía. En cuanto a Elisalde, no sabía cuáles eran sus motivaciones, pero no tardaría en descubrirlas.
Primero fue, de una forma premonitoria, el día que bebí hasta perder el control en Payatas. Elisalde, una vez más, desapareció, me dejó colgado con cuatro borrachines en un karaoke (por si todavía no ha quedado claro, en Payatas un karaoke era una chabola con paredes de hojalata y el suelo de tierra, en mitad de la cual había plantado un televisor con dos cables, uno para el micrófono y otro del que colgaba un libro de hojas sobadas con una lista de quinientas o mil canciones, cuyas letras iban apareciendo en subtítulos en la pantalla, sobre un fondo de fotos de tías jamonas en bikini; el resto del atrezzo lo componía una nevera con algunas latas y botellas de licor y una señora con un delantal con bolsillos en los que iba metiendo las monedas que le daban los artistas, tres o cuatro franksinatras de barrio pedo perdidos); pero, a lo que íbamos, aquel día Elisalde se había largado —la última vez que lo vi estaba pegando la hebra con un tío algo barullas que decía pertenecer al sindicato de scavengers—, así que yo pensé «Ya volverá», y me pedí un ron, e invité a otro a la parroquia, incluido un tipo al que había estado evitando, pues se había empeñado en que cantara Bésame mucho (la única canción en español del repertorio) y que era, sin duda, uno de los dos tipos más feos que había visto en mi vida, una especie de hombre elefante, con los huesos del cráneo desmesurados, granos supurantes y una boca de dientes negros que parecía la rejilla de una alcantarilla, desde la que subía un olor hediondo, incluso para un lugar como el basurero, un pelma insufrible, al menos durante los tres o cuatro primeros vasos de ron, luego recuerdo que me repetí muchas veces aquello de «Ya volverá», con sus correspondientes lingotazos, y que finalmente accedí a cantar la dichosa canción, «como si fuera esta noche la úuultima vez», y de reojo veía cómo a la puerta de la chabola se iba apiñando un grupo de curiosos, primero algunos niños, después sus padres, al final resultó que había allá casi cien personas, todas descojonadas de la risa, «El guiri está borracho, el guiri está borracho», supongo que se avisaban unos a otros, y tenían razón, yo estaba como una cuba, de repente salía del karaoke y rebuscaba entre el basural, encontraba un maniquí desmembrado, volvía con él bailando al karaoke, y con todos los niños de Payatas siguiéndome los pasos, como si fuera un flautista de Hamelín, solo que yo en vez de una flauta soplaba ya directamente de la botella de ron, «que tengo miedo a perderte, perdeeeerte otra vez», y abrazaba al maniquí, lo arrojaba fuera del bar, volvía a salir a remover entre los desperdicios en busca de otro tito, un sombrero de paja, un juguete roto…
Así estuve, haciendo el ganso, un buen rato, hasta que anocheció, después ya no tengo muy claro qué pasó, creo que varios hombres a mi alrededor se peleaban por pagarme una copa, y yo trataba de complacerlos a todos, no lo sé, lo único que recuerdo nítidamente es el sabor a tierra y sangre en la boca, el relente de la madrugada en mi cara, yo despertando de la borrachera, tirado con la cara contra el suelo, en mitad de la chabola, en la que ya únicamente quedaba la mujer del delantal, dormida en su silla, y las moscas zumbando sobre la pantalla del televisor, las catódicas y las de verdad, gordas, verdes, a cientos…
Me dolía la cabeza y tenía sed y ganas de mear, así que me levanté y salí del karaoke. Me alejé unos pasos y saqué el pajarito, y cuando empecé a orinar descubrí a mis pies un brazo, sobresaliendo entre cartones, botellas de plástico… Después se oyó un trueno a lo lejos, y un rayo iluminó el basurero. Comprobé entonces que hacía solo unas horas había estado bailando con el cadáver al que ahora regaba con una lluvia dorada, el cadáver de plástico de aquel maniquí descuajeringado que yo había desenterrado. Después hubo otro relámpago, y entonces fue cuando los vi también a ellos dos, el hombre elefante, alejándose de la chabola, acompañado de una chavalita de unos quince años, que rodeaba su cintura y le reía sus gracias de borracho con una carcajada como un cascabel.
Sentí una repentina curiosidad, me resultaba difícil creer que un ecce homo como aquel fuera capaz de despertar atracción, ni siquiera un morbo insano, en cualquier otro ser humano, mucho menos en una chica guapa como resultó ser aquella —lo comprobé en el siguiente relámpago, que pareció caer justo en medio de la bella y la bestia, la chica tenía un pelo largo y brillante, que mecía suavemente un viento en pijama, recién levantado, y en su boca llevaba una veta de luna; todo eso y el culo que gastaba, claro, redondito, duro, aquellas nalgas que se tensaban y destensaban trepando por las diferentes terrazas de basura de la montaña…—.
Les seguí a hurtadillas y no tardé en darme cuenta de que, pensara lo que pensara, aquellos dos iban a echar un casquete, les delataban las bromas que intercambiaban, el movimiento de sus cuerpos, como un baile de apareamiento…
La pareja, por fin, se detuvo en una de las lomas, casi en lo alto de la smokey mountain, una especie de mirador con una vista de lo más romántica: la montaña de basura humeante a sus pies, las bolsas de plástico agujereadas ondeando como banderas de ejércitos vencidos, las torrenteras tintineantes de jugos lixiviados y aguas negras… Y de repente se miraron a los ojos, durante unos segundos, como si se hubieran visto por primera vez (no, la primera vez nadie se atrevía a mirar a aquel monstruo a los ojos, ella ya debía de conocerle, quizás era una fan incondicional de Sara Montiel), «Bésame, bésame mucho», pareció cantarle él después al oído, y ella efectivamente le besó, le besó mucho y con lengua, y justo en ese momento sobre sus cabezas se oyó rugir al cielo, como si estuvieran contraviniendo alguna ley de la naturaleza.

Yo reconozco que sentí también una mezcla de rechazo y mala hostia de un calibre semejante al de aquel trueno, y dirigida casi exclusivamente a aquel cabezón de hombre, en todas sus acepciones, era un sentimiento injustificado, animal, de nuevo el macho alfa marcando el territorio, incapaz de consentir que otro ejemplar de la manada, además deforme y con halitosis, tumbara a una de las hembras en edad de reproducción, pero de repente sucedió algo que me hizo cambiar completamente de idea, el hombre, aquella mala bestia, se quitó su camiseta, quedó desnudo, mostrando un torso lleno de bubones y quistes de grasa, y extendió aquella prenda, sucia y desgarrada, salpicada de sangre y pus, sobre el lecho de basura, lo convirtió repentinamente en un tálamo nupcial, sobre el que ella se tumbó como si lo hiciera sobre una manta de armiño, y abrió sus piernas, pude ver sus muslos de alabastro a la luz de la luna y los relámpagos, y al ecce homo hundiendo su rostro desfigurado entre ellos, abriendo la alcantarilla de su boca y liberando a través de ella un animal extraño, hermoso, una especie de pequeña serpiente, con la piel alicatada de piedras preciosas, que se introdujo en la vagina de la chica y masticó su clítoris como si fuera un chicle Bang Bang, lo estiró, lo infló, lo reventó, y con cada explosión de placer yo veía el cuerpo de la chica arquearse, sus pechos como pequeños planetas, y en el centro sus pezones que parecían principitos negros, y, sobre todo, aquella sonrisa esculpida en su rostro, que era la expresión de la pura felicidad, Punset no tenía ni puta idea, la felicidad no es solo una sala de espera, en ella hay también una puerta y de vez en cuando la puerta se abre, vale, te despachan en un par de minutos, a veces en solo unos segundos, pero la receta que te dan allá dentro es suficiente para ir tirando unos días, unos meses, «Tú también has hecho feliz a esta gente, antes, en el karaoke», me decía después Elisalde, que había regresado, por fin, y no había venido solo, a sus espaldas había ahora un ejército de scavengers, alzando sus ganchos, sus pinchos, para remover basura, y estaban también todos los borrachos de todos lo karaokes de Payatas, y de toda Manila, con sus corazones desgarrados y macerados en alcohol de garrafón entre los dedos, convertidos en granadas de mano, y los niños que habían muerto en el basurero esa mañana por culpa de una diarrea, enarbolando sus pañales, como si fueran ondas, hasta el hombre elefante y su chica se sumaron a las columnas, él todavía con su enorme falo tieso, disparando balas de semen que volvían bellas a todas las muchachas a las que alcanzaban, yo también recibí un tiro en mitad de la frente, y también dejé de sentirme culpable por haber pensado unos segundos antes que el hombre elefante era un monstruo sin derecho a ser amado, ahora recordaba quién era el otro tipo, uno de los dos más feos que había visto en mi vida, era yo mismo, yo y mi ruindad, mi egoísmo, pero el hombre elefante me redimía con sus proyectiles de esperma, yo también podía formar parte de aquella horda de desheredados, que avanzaba hacia el corazón de Metro Manila e iba tomando los rascacielos, los centros comerciales, las iglesias y los polideportivos, y a nuestro paso se iban sumando más combatientes, vi a Janis, mi negrita —ella de nuevo, no era tan sencillo olvidarla—, la vi subida en un neumático, que era en realidad una prolongación de sus propias nalgas, sobre las que también cabalgaban Pancho Villa y Ramoncín comiéndose una paraguaya y meando en las caras de quienes se asomaban a las ventanas de los rascacielos, vi en una de esas ventanas a mi madre increpándonos y tirando todas mis cosas a la calle, mi ropa, mis discos, mis películas, y a Ronald Reagan vestido de vaquero, abrazado a la muñeca hinchable con el rostro de Margaret Thatcher, extrayendo de la goma de su tanga billetes de dólar y arrojándolos a nuestros soldados, pero ellos no se dejaban comprar, quemaban, incendiaban, saqueaban, «A ver, los jarraitus de la calle Jarauta, aquí eso de presoak kalera no viene a cuento», trataba de mantener el orden en nuestra filas nuestro general François Elisalde, y todos juntos avanzábamos, llegábamos hasta el mismísimo palacio presidencial, donde cantábamos al unísono el himno, «Bésame, beeeeésame mucho», y los generales, los presidentes, los tertulianos de la COPE, al oírnos, se defenestraban locos de amor desde el balcón, dejaban libres sus tronos para que la escoria de la tierra y un grupo de refugiados políticos de Plutón nos tumbáramos sobre ellos a hacernos pajas y dormir, por fin, la mona de aquella borrachera purificadora de sangre y basura, de fuego y lefa.

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