miércoles, 2 de septiembre de 2015

LITERATURA YONKI (y 6) por Pablo Cerezal.




Y si Cassady conducía el autobús, Ken Kesey (1935-2001) lo comandaba. Eso fue antes de sobrecogernos con las páginas de Alguien voló sobre el nido del cuco, tan magistralmente llevadas al cine por Milos Forman. En esa obra dejó claro, este otro alegre bromista, que hay drogas más duras, como el poder con el que, quienes nos gobiernan, urden nuevas torturas con que lograr que nos sintamos menos que cero. Cuántos de quienes, en aquella época, pasaron con nota su test de ácido, no viven ahora enganchados al poder, muy alejados de la dictadura de las flores… salvo que estas tengan cifras en vez de pétalos.

Era el LSD, compuesto químico sintetizado en laboratorio y de cuyos intensos efectos tuvo conocimiento su descubridor, el químico suizo Albert Hofmann, de manera casual. Los científicos, aún en horas de recreo, pueden provocar milagros. O desastres… Piensen en ese otro Albert, Einstein, y el acta de paternidad sobre la deleznable bomba atómica con que fue inscrito en el incivil registro de la desgracia. La dietilamida de ácido lisérgico provoca en el ser humano una exacerbación del interés por las relaciones interpersonales (aparte de otras alucinaciones), y pensamos que fue tal efecto el que incitó, a los citados defensores de la sustancia, a pretender convertirlo en elixir democrático del amor entre desiguales. A pesar de que numerosas pruebas llevadas a cabo por Timothy Leary (1920-1996) llegaran a demostrar que la citada sustancia química podía reintegrar a la sociedad a los criminales más abyectos, con menor coste y mayor celeridad que los métodos represivos empleados por la nación que se asigna la paternidad de la democracia, su uso fue reprimido y escondido bajo los felpudos de la historia. Para obtener un conocimiento más amplio de la importancia que esta droga tuvo en el devenir de los tiempos que hoy vivimos recomiendo, sin paliativos, la lectura de las memorias del propio Leary, Flashbacks.

Pero el LSD, y otras drogas más ingobernables, por aquellos tiempos, además de en las páginas más gloriosas de la literatura estadounidense, irrumpió también en las bolsas demográficas en que la metrópolis depositaba sus despojos. En el callejero de las grandes ciudades su consumo recreativo se tornó, demasiado pronto, autodestructivo para quienes las consumían con el único interés de ausentarse de una vida que corría demasiado deprisa por las autovías de la opulencia, dejando en la cuneta, atropellados, los cadáveres de aquellos que no tenían la fortuna de manejar economías globales ni, tan siquiera, domésticas. Los psicofármacos comenzaron, en los vestidores de lúgubres laboratorios clandestinos, a probarse disfraces con que asustar el miedo a la vida de los desprotegidos.


Ciertamente la droga tomó las calles de medio mundo con encolerizado fervor de apóstol oscuro, y de los años siguientes sólo pudimos rescatar las alucinadas crónicas periodísticas de Hunter S. Thompson (1937-2005) que, en plena orgía consumista de sustancias tóxicas, decide reordenar para siempre las normas no escritas del periodismo. Les invito a leer Miedo y asco en Las Vegas, quizás la más alocada y a la vez lúcida historia de cómo la literatura puede terminar devorando al gigante de las drogas. El alocado periodista inaugura la crónica gonzo al hacerse protagonista principal de lo narrado: un desquiciado periplo por la ciudad de los sueños, organizado por el gargantuesco touroperator del consumo ingente y desmedido de drogas de toda índole. El primer autor que hace alarde de su ebriedad narcótica considerándola origen de la genialidad lingüística. Y tantos de nosotros que, a día de hoy, en que vemos cómo el periodismo se apoltrona en la repetición de consignas aprendidas, no nos cansaremos de agradecer su osadía.

Otro plumilla de los que dotaron al periodismo del nervio narrativo que lo hizo grande en el pasado siglo fue Tom Wolfe (1931). Con mayor flema que el anterior, dejó constancia también de aquellos tiempos de excesos en su Ponche de ácido lisérgico que narra, justamente, las peripecias de los Alegres Bromistas en su ansia por llevar a la sociedad norteamericana la buena nueva del LSD.

La otra cara de la moneda le reventó el rostro a Jim Carroll (1949-2009), mientras se jugaba la vida al azar de los abismos heroínicos. En su sobrecogedor Diario de un rebelde desgrana con meticulosidad casi científica su adicción a la heroína. Relato sucio, duro y desgarrador, pero de una higiene ética y literaria pocas veces conjugada, y que abriría paso a muchos de los que hoy se autodenominan, en literatura, realistas sucios. Remarcable el hecho de que fuese Leonardo Di Caprio quien dio vida, en la notable The Basketball Diaries, al torturado autor norteamericano. El mismo actor emuló también, de manera memorable, a Arthur Rimbaud en Total Eclipse. No todo es Titanic.

Antes de finalizar, recordemos que Jean-Paul Sartre (1905-1980), digan lo que digan, contó para su particular batalla contra el tiempo, su fecundidad literaria, y su devenir filosófico, con la inestimable ayuda de las anfetaminas.

Por poner punto final, y haciendo una concesión al ego, una referencia personal. Muchos han querido ver en Los cuadernos del Hafa, mi primera novela, una apología del hachís. Ni confirmo ni desmiento. Pero sin la existencia de esa sustancia tal vez no hubiese escrito lo que en realidad creo es ese libro: una apología del amor. Amor al viaje, a la música, a la literatura… a la mujer. ¿No son lo mismo? Escribimos para que se nos lea. También lo hacían los que se drogaban: drogarse para escribir y escribir para ser leídos.

Así que: para escribir hace falta huir de la realidad. Una vez fuera, es más fácil volver a darle forma. Los métodos para escabullirse de eso que llamamos realidad, para poder contemplarla desde el exterior, son múltiples. De cada uno depende elegir uno u otro. Pero es evidente que si no hubiesen existido las drogas, como método estrella de dicho proceso, la historia de la literatura hubiese sido más aburrida, y muchos de nosotros nunca hubiésemos llegado a plantearnos la escritura como aliento vital. Todos los autores nombrados (incluido el que esto firma) escribían, al fin, sobre ellos mismos. Y es que la vida propia, cuando se afila y apura, es la más dura de las drogas.


Pablo Cerezal



Pablo Cerezal (Madrid, 1972) es escritor, articulista y fotógrafo. Se estrenó en el panorama literario con su novela Los Cuadernos del Hafa (Ediciones Carena, 2012). Escribe los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado. Ha participado en la antología de poesía erótica Erosionados (Origami, 2013), y en El Descrédito. Viajes Literarios en torno a Louis-Ferdinand Céline (Lupercalia, 2013), que rinde homenaje al controvertido autor francés, así como en Vinalia Trippers. Colabora con La Razón( Bolivia), El País (España), Red Marruecos (Marruecos) y Esto no es una revista (Argentina). En FronteraD ha publicado Perdiendo el norte en Corea del Sur. Viaje al país de la eterna primavera. En Twitter: @pablo_cerezal

3 comentarios:

KABALCANTY dijo...

Totalmente de acuerdo con tu magnífica disección a la "Literatura Yonqui". Para escribir se necesita ausentarse de la realidad........ Cierto, estimado Pablo Cerezal. Te envío mi más sincero reconocimiento. Un abrazo.

KABALCANTY dijo...

Totalmente de acuerdo con tu magnífica disección a la "Literatura Yonqui". Para escribir se necesita ausentarse de la realidad........ Cierto, estimado Pablo Cerezal. Te envío mi más sincero reconocimiento. Un abrazo.

KABALCANTY dijo...

Totalmente de acuerdo con tu magnífica disección a la "Literatura Yonqui". Para escribir se necesita ausentarse de la realidad........ Cierto, estimado Pablo Cerezal. Te envío mi más sincero reconocimiento. Un abrazo.