lunes, 25 de julio de 2016

VOLVIMOS A ESCUCHAR ESE ADAGIO DE MOZART: Prólogo y fragmentos.



Prólogo

En extremo silencioso


Guillermo Samperio publicó su primer libro en 1974 y desde entonces no ha cesado de cautivarnos con una creación ajena a etiquetas y caracterizada por el abordaje de diferentes géneros literarios. Reconocido internacionalmente por sus cuentos, cada vez el abanico de su obra se despliega con más ambición y soltura, de modo que la lucidez de sus ensayos, la experimentación formal de sus novelas y, por supuesto, la brillantez seductora de su poesía han pasado ya de la consagración a la perdurabilidad. 

Lo mismo puede decirse del propio Samperio, quien comienza este deleitoso Volvimos a escuchar ese adagio de Mozart citando a sus tocayos Guillaume Apollinaire y Orlando Guillén. La proliferación de Guillermos no es casualidad, sino un guiño hacia la pluralidad de voces que se concentran en su persona, señalando con esta polifonía poética su vocación, o más bien su destino, de clásico contemporáneo.

Por mi parte, llevo una década y un lustro disfrutando y estudiando su literatura y todavía no han dejado de sorprenderme la frescura de su léxico, el talento perspicaz con que imagina situaciones a la vez fantásticas y cotidianas o la riqueza de un estilo literario absolutamente delicioso. Es difícil explicar el maravilloso honor que supone para mí prologar este volumen único, forjado a lo largo de más de diez años por un autor dedicado en cuerpo completo a transmitirnos sus recuerdos, ensoñaciones e ideas con la misma intensidad apasionada con que los siente y vive. 

Estamos ante un libro de poemas que desborda por su lenguaje precioso, capaz de sumergirnos en mil y un placeres sensoriales e intelectivos a través de una apuesta por lo barroco y lo pictórico. Si el festín de vocabulario al que Samperio nos invita con caballerosidad se distingue por esquivar lo previsible, no menos compleja y sabrosa resulta la audacia de su gramática. La sensualidad de su sintaxis se refleja en una baraja de composiciones pictóricas donde los poemas en verso se corresponden con cuadros afines al cubismo o al surrealismo, así como los poemas en prosa equivalen a lienzos impresionistas o expresionistas. El poeta desliza su paleta de sonidos y fragancias para describir conceptos y realidades "azulmar", "pardomorado" o "grirroja". El diccionario se queda pequeño a la hora de evocar los colores que rodean la memoria y los olores que suscitan emociones; de ahí que bellísimos nombres exóticos de plantas y aves se complementen con la invención inaudita de vocablos necesarios. 

La alternancia casi simétrica en la disposición de los poemas tampoco es casual: en verso para lo masculino y en prosa para lo femenino, las palabras hacen el amor y engendran un prisma que abarca Oriente y Occidente, pues vertical y horizontal se expande la poesía samperiana. Así, los versos fluyen como espermatozoides, como generosa "leche traslúcida" o caballos que embisten la leyenda, siguiendo un camino libre, instintivo, sin signos de puntuación que los interrumpan; mientras tanto, las prosas se desenrollan como volutas de humo, con pliegues, matices y voluptuosidades que nos llevan a ignorar "cuáles son tus palabras y cuáles las mías". Tanto y tan bien se mezclan y se delimitan ambas modalidades expresivas que, como ocurre siempre con Samperio, misteriosamente acabamos sin saber dónde habitaba en realidad la prosa y dónde el verso. Quizá por ello apenas nos damos cuenta de que el orden alterno se suprime en los últimos poemas, donde los versos decididos se disuelven con sutileza a favor del fluido encanto de la prosa. 

En cuanto a la multiplicidad de la temática, Volvimos a escuchar este adagio de Mozart nos sugiere que la música y el amor nos limpian de todo gracias a la hermosura que generan sus "cítaras de serenidad". Aunque en este libro resuenan con insistencia las campanas de la muerte y el desengaño se intuye cada vez más profundo, en especial cuando la pérdida de ocio y las obligaciones laborales provocan frases como "mi cuerpo se niega a estar conmigo", al final el abrazo de eros con tánatos se hace palpable en esta carne de dicción que llamamos poesía. 

En definitiva, querido lector, empieza la hora feliz de abrir este libro de plenitud, de ritmo hipnótico, nacido para soñar dentro de él. En un "territorio más onírico que mis palabras", surge para nuestra lectura este momento irrepetible en extremo musical y "en extremo silencioso". 


Rafa Pontes, marzo de 2016.

*

Volvimos a escuchar ese adagio de Mozart 


Anoche, mientras nuestras emociones trazaron una elipsis orbital para encontrarnos en la justa inclinación axiomática de los cuerpos, me di cuenta de que la distancia media entre tú y yo no era otra cosa que mis labios lanzando humo gris azulenco en tu boca abierta en la forma que deja el impacto de un meteorito de nardos en tu rostro, poniendo una coloración rojiza recubierta del vivo óxido hecho por tu saliva y la mía; una vez localizadas las inclinaciones de sorprendentes 17° de tus senos, sin ninguna prisa, es decir desechando la velocidad de la luz, nos afiliamos al primer periodo orbital, el que poco a poco despertaba una velocidad estelar satisfactoria, pero de súbito mi telescopio Hubbel empezó a lanzar luz infrarroja y tus labios volcánicos recibieron las radiaciones, a las cuales les permitiste que entraran hasta la cavidad más honda de tu laringe que se dilataba cada vez más cuando mis detectores de rayos gama, ya sobresaltados, recibían el suave y a veces sólido bombardeo neutrónico de tu lengua. 

Recuerdo con vaguedad que en ese instante, en tanto que una lluvia de meteoritos albinos podía explotar en tu cráter, decidimos, o se nos impuso, incorporarnos en el período de rotación a una velocidad que variaba entre los 450 y los 630 días terrestres, lo que implicaba ya integrarnos en uno de los cúmulos galácticos de plena delectación, tal vez el de la Nube de Libra o el de Capricornio, o yendo de uno a otro o, en el extremo M33 de Dualigum, entremezclando asteroides y estrellas de ambos cúmulos, en un itinerario espacial que ya no tenía tornavuelta como viajeros marítimos que olvidaron de pronto el prodigioso Kasr es-Sayad de cada uno. 

En ese instante, ya me fue imposible no aferrarme al diámetro ecuatorial de tus nalgas, en tanto tus manos me ofrecían las lunas llenas, más crecientes, en su atmósfera de metano y nitrógeno; allí la temperatura tuvo un disparo de unos trescientos mil °C, la masa se adensó en mi núcleo cilíndrico, de borde romo, y la gravedad de nuestros cuerpos se estrechó con firmeza pero con un deleitoso ritmo elíptico, de tal suerte que nuestros ojos explotaron en numerosos y casi invisibles satélites, donde tu visión y la mía se fueron extraviando en una galaxia de espiral barrada que pudo ser percibida por algún instrumento de detección fina y exigente como una imagen borrosa de un quasar cobrizo de cabellos explosivos sin distancia media con el quasar platinado con el que se fusionaba, fenómeno que hubiera hecho recordar, a quienes lo hubieran testimoniado, esa red de canales que vincula cometas con lluvias descubierta, casi por accidente, una noche tibia, por el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli, cuando llenó los titulares de prensa en 1877, en tanto nuestro periodo orbital disminuía entre suspiros estelares y tu cabellera magenta se depositaba sobre mi hombro, o esfera estelar, oculta por la luz de algún sol, hasta que volvimos a escuchar ese adagio KV 540 de Mozart, al que tanto nos gusta prestar oídos cuando la luna está más llena que tu vagina por mis espermatozoides, esos inquietos y minúsculos cometas que, según tus palabras de anoche, al llevarte el dedo índice a los labios, estaban un poco dulzones ya que, supuse, nuestras fotósferas habían disuelto los ya olvidados metano y nitrógeno, lo más normal del metacosmos. 

Los dedos de Arrau seguían deslizándose sobre las teclas negras y blancas como si pusiera el adagio en el ciclo vital de una estrella grirroja; al apagar la lámpara no supimos en qué sector del universo habían quedado tus caricias y las mías. Hablamos con brevedad de augurios, de cartomancia y de la adivinatoria, como si la exactitud del deseo no nos hubiera demostrado que nuestro amor se regía por leyes astronómicas, pero Mozart nos desdecía al sumergirnos en sueño nostálgico donde nuestro amor era un leve llanto jovial. 

*

la patria 

La he buscado en los rincones más impenetrables, 
incognoscibles, 
o ininteligibles, 
el más insondable océano, 
en los interminables desiertos y selvas, 
entre los pentatrillones de estrellas, 
planetas, 
asteroides, 
constelaciones 
o nebulosas, 
al borde del infinito de infinitos, 
debajo de mi cama llena de tiliches, 
en el ropero de mi abuelo que no se había abierto en 40 años, 
pero no encontré a esa desarrapada de nombre patria. 


Guillermo Samperio,
de Volvimos a escuchar ese adagio de Mozart
(Chamán Ediciones, 2016)


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